En momentos como ese, en los que ese odio me domina y rige mi más primitivo comportamiento, desaparece todo tipo de razón que me indica cómo y cuándo parar. Aunque a veces, por intervención divina, renace el Pepito Grillo que trato de matar día si, día no, y me aconseja que busque la salida más cercana, si no quiero salir herida y si aún me queda algo de dignidad y respeto hacia mi persona.
Podría encauzar mi agresividad y dirigirla hacia un punto que me diese algún resultado positivo, como pintar cuadros, escribir novelas o componer canciones, pero no sé como hacerlo. Si así fuera, sería una gran artista y viviría de ello en mi mansión de chocolate y caramelos.
Yo no soy de esas que saben aguantar el tipo y dar la cara en todo momento y lugar. Cuando me encuentro en una situación que preveo incontrolable y que se me escapará de las manos en un despiste, prefiero salir corriendo antes que afrontar los hechos, porque si me atacase un subidón de adrenalina, aparecería esa agresividad desproporcionada como respuesta, cosa que yo reconocería como inseguridad y traduciría en vergüenza después.

No dispongo de esa capacidad de autocontrol que se consigue contando hasta diez, tampoco es algo que me quite el sueño. Tengo otras cosas que mejorar. ¿O debería colocarlo en la cima de mi lista de cualidades por desarrollar?
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