8:00 a.m: Suena el despertador tres veces seguidas. A la cuarta lo apago y me levanto con tal desorientación y tanta prisa que me mareo. Por supuesto, me caigo al suelo.
8:10 a.m: Ducha. Champú, gel y espuma. Potingues en el pelo con el único fin de hacerlo crecer a velocidades de vértigo y la modesta intención de parecer una hippie.
8:30 a.m: Preparo el desayuno. Cereales o galletas, acompañados de un vaso de leche bien caliente y “colacado de bilbado” de toda la vida.
Me siento delante de la mesa y me sirvo también mi dosis de medicamentos; jarabe para la tos, antibiótico para curarme de todo espanto, inyección de ironía y sarcasmo, y un ibuprofeno para el dolor de cabeza y la jaqueca que me provocan las vidas y penas ajenas.
9:00 a.m: Mierda, llego tarde a clase.
9:10 a.m: Con la policía, la guardia civil y el ejército de tierra, mar y aire pisándome los talones, y a más de 200 Km/h por la -más que necesitada de obras- M-607, llego a la universidad, finalizando con éxito mi huída de las autoridades.
9:25 a.m: Tras insufribles, desesperantes e interminables minutos buscando aparcamiento cerca de mi facultad opto por dejar mi todo-terreno / cuatro-por-cuatro o coche-pulga para los amigos en medio de la acera respetando el código de circulación por encima de todo.
9:25 a.m – 13:40 p.m: What I’m doing here? ...
... Ni puta idea.
14:00 p.m: Preparo mi plato minimalista. Un tomate, una hoja de lechuga y media nuez. De postre: una tarta de 4 kilos, repartidos a partes iguales entre mi par de patas de alambre, mis dos hemisferios cerebrales o las gemelas.
15:00 – 22:00 p.m: Gustosamente doblo ropa y ordeno zapatos en Decathlon.
00:55 a.m: Ojos como brótolas en las cuencas se cierran hasta que la corneta suena otras tres veces y me golpea en la cabeza una cuarta.
Te preguntarás que ocurre en el intervalo de tiempo de 22:00 a 0:55. A lo que te respondo… ¿Y a ti que te importa?
En fin, esta es o era mi rutina. Y digo era, porque este barco ha cambiado de rumbo, ha tomado otra dirección hacia otro puerto que por el momento, permanece a la espera. Por ahora, el solitario capitán está bien a la deriva y en mitad del océano.
El cambio está presente en el día a día, pero cuando es demasiado brusco puede llegar a crear una esperanza e ilusión de tal magnitud en la persona que toma una decisión que llega convertirse en incompetencia o, por otro lado, generar ansiedad en alguien que, desgraciadamente, no tiene ni voz ni voto respecto al papel que le toca representar.
Ya va siendo hora de ponerse serios.