viernes, 11 de junio de 2010

A la deriva

Viernes por la mañana, no sale el sol a primera hora... mala señal, piensa. Con extraña mueca en la cara toma el primer sorbo de café, acompañado de otro, y otro, y otro... Dios, que malo está, ojalá no lo necesitase tan cargado. En el espejo no se ve a nadie peinándose o escondiendo ojeras, hace tiempo que abandonó no sólo su imagen a la suerte, aunque no estuviera de su parte. Sale a la calle, ataviada con el jersey más grueso que ha encontrado en el armario, tiene pinta de que va a hacer frío.

Llega a la estación de tren, sale el sol más radiante que nunca, y en vez de alegrarse, se lamenta por no saber que hacer con tanto abrigo... A los minutos vuelve a taparlo una nube que no parece que quiera dejar de hacerlo en lo que queda de día, pero tampoco siente alivio por volver a encontrarle utilidad a su jersey de H&M.
Corre para coger sitio en el tren, echándole una carrera a un señor que parece luchar más por respirar que por coger un buen asiento. Lleva un libro en el bolso y una revista en la carpeta, pero una vez más, se queda mirando por la ventana.

Ya en la calle, y después de andar no pocos metros, llega a la puerta de la escuela y recuerda que tiene un paquete de tabaco en el bolso y que esta mañana no le ha dado ningún uso. No le apetece fumar, pero se enciende un cigarrillo, la hace más interesante. En la puerta, el jovencísimo profesor se toma un sándwich. Apoyada en una furgoneta blanca, hace como que no le ha visto y adopta una postura que le da aún más interés a su presencia.
Termina la clase y sabe que es el último día, pero no muestra ni júbilo ni tiene pinta de echarse a llorar. Sin más se despide de sus compañeros con un "¡encantada!" a tres metros de la puerta. Le duelen los pies, así que coge el metro para ir a Cercanías.

Al abrir la puerta de casa, su perra corre desesperadamente hacia la entrada y cuando ve quién es se detiene en mitad del pasillo y con un leve movimiento de cola y una especie de guiño se va por donde ha venido. Lo cierto es que aunque siempre se hubiera quejado de que se le echase encima y le arañase hasta los párpados, ahora le parecía extraño que no lo hiciese.

Tumbada en una postura inhumana y aparentemente incómoda, mira fijamente la televisión pero sin atender al contenido. Con una pierna dormida, sigue observando distraídamente la pantalla en esa extraña posición. No parece mostrar interés por nada, igual que no cree despertar interés en nadie. Aunque, a decir verdad, nunca encontró inconveniente en ello... hasta hoy.

Va llegando la hora de salir y se hace tarde. Vámonos de fiezsta.

Así es como vi el último atardecer granadino.