Por mucho que rezase, por mucho que suplicase, por mucho que llorase, jamás volvería a verla, ni a tropezarse con ella en el metro, ni a oír su nombre en bocas amigas. Le hizo prometer que no la buscaría y le aseguró que no habría motivos para hacerlo.

Como un perro apaleado, siempre volvía a él y le lamía la mano para conformarse con una simple y leve caricia.
Como un trapo se dejaba frotar sabiendo que después acabaría en el cajón de la limpieza junto a la lejía y el ambientador con olor a pino que tanto detestaba.
Muchas fueron las noches en que se retorcía de dolor entre las sábanas si pensaba en él... por miedo a perderle, por miedo a perderse ella.
Como una cucaracha, corría a esconderse cuando temía ser aplastada por su enorme pie. Pero nunca acabaría con su vida; antes que eso, la cucaracha sacaría el arma nuclear que escondía bajo su chaqueta y lo neutralizaría.
Cada día perdía el tiempo en hacerle ver la situación de emergencia en la que se encontraban, pero como casi todo lo que intentaba decirle; le entraba por un oído y le salía por otro, le restaba importancia, se la quitaba por completo o se hacía el loco y la hacía parecer una completa idiota, haciéndole creer que era una paranoica, psicótica y neurótica aburrida con una imaginación y creatividad infinitas.
Se aficionó a las tertulias vespertinas de la prensa rosa que no entendía por lo absurdas que se le antojaban y encontró consuelo en el chocolate, convirtiéndolo en el amante perfecto.
Pero ¿qué se le va a hacer? Les gustaba jugar al desgaste y forzar la paciencia alcanzando los límites establecidos por la lógica humana.

A pesar de todo esto y de la ficción que parece representar, su recuerdo sigue persiguiéndola. Y como una sombra pegada a sus pies se encarga disimuladamente de no ser olvidado mientras sigue caminando sin rumbo fijo.
Y ese recuerdo es tan, tan, tan odioso que se le acaban las palabras a la hora de describirlo y terminar este texto con cierto estilo.
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