Días, semanas, meses, años...
Me voy a ahorrar el primer capítulo del relato. Hartos de verlo en cada esquina, en cada rincón, estamos más que servidos de esas pequeñas dosis de "azúcar pastelosa" que nos hace más interesante y llevadero nuestro día a día; chica conoce a chico, chico y chica se enamoran, se prometen la luna, amor eterno... bla, bla, bla.
Pero como todo en esta vida, esta bonita escena tiene un final que, como dice la canción; "no es un final feliz, tan sólo es un final", un final en el que el pastel es servido en un banquete hasta que no queda nada más que las migajas para insano empacho de los comensales del festín, lo que nos lleva a la segunda parte de la historia.

En pocos días cambió su forma de ser, de ver las cosas, de ver a los demás, se transformó en otra persona, o volvió a ser esa que pensó que había enterrado para siempre, quién sabe.
Esa soledad que tanto anhelaba pronto comenzó a darle miedo, y trató de evitarla por todos los medios; buscaba compañía y consuelo donde no lo había, buscaba calor donde sólo encontraría frío. Y cuando parecía hallar lo que creía necesitar, lo rechazaba. Como un perro apaleado, rechazaba cualquier gesto de cariño, respondía con frialdad, mordía la mano que le daba de comer.
Cuando todo lo que hacía empezó a perder su sentido, cuando apenas sentía el tacto de una caricia y muchas de las palabras que le dedicaban dejaron de tener el significado y la fuerza que tenían para ella tiempo atrás, comprendió que la sabiduría no se cuenta por años de experiencia y suma de conocimientos, sino que se gana con años de sufrimiento y océanos de incontables lágrimas de colores y sabores agridulces.

Esta es una historia real, una historia entre miles de historias, una historia de esas que, como las palabras y las hojas caídas en el suelo del otoño, se escapan con el viento. Pero al fin y al cabo es una historia que hoy y siempre se repite.
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